"Toda actividad es fútil si se mide con la escala de la eternidad." / Tristán Tzara

"El enemigo del arte es el buen gusto." / Marcel Duchamp

"Lo que hay de embriagador en el mal gusto es el placer aristocrático de desagradar." / Charles Baudelaire



sábado, 4 de diciembre de 2010

el cazador de tiburones



Man Ray, L' Etoile de Mer, 1928.









Decía intermitentemente Lord Chauterbriam: la energía del aire se confunde en tormentas, que despedazan las cuantiosas imaginaciones descabelladas, echándolas, salpicándolas al río donde las pirañas crecen al canturrear del viento.



Estoy seguro de que esas palabras fáciles no fueron escuchadas y aseguro que nadie vio a ese poeta destronado por los siglos.



Tuve conocimiento al tiempo, que este pastor de sílabas se había suicidado con un anzuelo de tiburón que al penetrar por su garganta y desprender sus ojos comunes había desaparecido deshilvanado por el tiempo. He llegado a la conclusión que el Tío abuelo de Enriqueta resistió desenfrenado sólo dos segundos una muerte que astuta había penetrado por los dedos del pie derecho. Funeral no hubo.



Enriqueta era lavandera de río, al igual que las esclavas de la conquista que terminaban con las venas sobre el agua de tanto refregar la mugre de sus blancos amos del misterio, en las tierras del Plata.



Pero ella no se sumergía allí, pues tenía para ella un río de agua olorienta que como un hueso afilado cortaba la llanura como un blanco queso sin dueño.



Su marido era un bohemio, un pordiosero de ideas a medias que flameando en los bajos mástiles de la utopía sonreía, porque hasta ese momento la sonrisa no era reparada por ningún recaudador de impuestos, como Abú Pachá, el de los cabellos rojos. Era un macho inútil, un atorrante que el trabajo había despreciado por inservible, y eficazmente se había convertido en un curandero con calaveras de plástico resistente.



Todos los días Enriqueta, como una magia todavía no resuelta por la civilización, se desenvolvía hacia el río, que como la fe o las religiones moribundas marchaban al olvido o a la transparencia más ennegrecida.



Pero ella lavaba la ropa ajena como si limpiara a su bebé muerto hacía años, asesinado por su marido, en un atropello razonable y justo donde el alcohol tenía demasiado que ver en ese poema de sangre joven y enérgica.



Él insistía en que algunos planetas influían el destino de ciertas personas que convertían su debilidad en crimen. Ella lavaba, su vida era una mugrienta ropa de banqueros o estancieros descuidados a causa de su fortuna; era aplicada, dócil, prolija, responsable, y la ciudad la recibía como se recibe a una lavandera, una simple lavandera que no sabe leer y escribir, pero que conoce los secretos de la noche sobre una cama viscosa, impregnada en alcohol barato. Como un himno interminable volvía a su casa, a su nido abandonado por pájaros que lo creen maldito. Era golpeada, torturada y decapitada por segundos en los escondites más escandalosos de la noche salpicada por el encanto de un alarido humano que se juega la sangre como una ficha de casino o de algunos casos como marcados naipes confundidos.



A ese cuadro de violencia orgullosa los planetas descendían sigilosos y se posaban como cemento fresco, imperturbables sobre el techo del rancho cojo, que se abanicaba por el aullido, por los expectantes suspiros apocalípticos de su marido, que había perdido una partida sin trampas aunque los marcados naipes del silencio estaban derrumbados bajo la mesa.



Ella, como una fiera, montaba a su marido atontado por su propia sangre, que se diluía con la luz del amanecer desvencijado, hasta el punto de ser cambiado por un repuesto triturado de un automóvil bastante lejano.



Sus manos teñidas por las vísceras de su amado trabajaban afanosas, refregando la garganta, el pecho, el cráneo, siguiendo la melodía de su trabajo en el río.



Él había matado a su hijo, lo había cortado en dados perfectos para la última jugada de honor, donde el contrincante supo ser fiel y esperó el pago de la deuda sin apresurarse, porque ellos sabían que Lord Chauterbriam, el poeta, había sido asesinado por un anzuelo de tiburón del cual los testigos aseguran que correspondía a un niño de corta vida, cazador de tiburones, que sorprendió a la población cuando se lo encontró cortado en dados, que impedían el paso del río hacia la eternidad convertida en una laguna muerta, en un pensamiento retorcido por algún herrero que amó su oficio hasta las últimas consecuencias.



El tiempo exige explicaciones; ya nadie entiende al tiempo, ni nadie cree en un anzuelo manchado con la sangre de un poeta en decadencia.






Fernando Pirchio